LA NORMALIDAD QUE NUNCA DEBIÓ SER

por Miguel Lovera

Bajo el hastío de más de 60 días de “cuarentena obligatoria”, “cuarentena inteligente”, “toque de quedas” y “encierro voluntario”, la imaginación nos lleva a los cautivos a añorar lo pasado, lo normal, lo buena que era la vida en el pasado muy reciente.

Sin embargo, no todo tiempo pasado fue mejor. Aún un superficial análisis es capaz de revelar la catastrófica situación en la que la mayoría de la población vivía antes de la adopción de las medidas contrapandémicas. Además, el país, el nuestro, que hace de substrato para toda esta situación, no era lo más representativo de lo deseable, en cuanto a las condiciones de vida para sus ciudadanos, la calidad de vida resultante de las relaciones entre los diferentes grupos humanos que controlan o activan en su territorio y la precariedad en que han terminado sus ecosistemas como consecuencia de los privilegios asegurados a los escogidos del modelo económico vigente.

Nuestra normalidad, por ejemplo, en cuanto a lo ambiental, se resume en áreas urbanas contaminadas, calles congestionadas, falta de cloacas, aguas servidas en el pavimento, desabastecimiento de agua potable, acumulación y dispersión de basura por doquier, quema de basura tóxica, entre otros cientos de hechos abominables. Con el aislamiento de la población y el cese de las actividades económicas y comerciales, las calles se despejaron y evidenciamos la capacidad de abordar el problema del congestionamiento del trafico vehicular; los cielos se deshicieron de la capa marrón de oxido de nitrógeno -y de smog variado- que los caracterizaba, haciendo que el aire sea más respirable; las calles permanecían limpias por más tiempo; la fauna recuperaba hábitats en plena urbe; entre otros fenómenos. Entonces, a esa normalidad deletérea, pocos quisieran volver, a la mayoría le conviene que perduren los logros que el sacrificio del cautiverio produjo y que redundan en el mejoramiento de la calidad de vida de todos.

En el campo, las familias campesinas se ven en figurillas por la incapacidad de moverse “normalmente” por la “inmovilidad” introducida por las medidas cuarentenarias. Su esfuerzo en recluirse facilitó la justificación del desembolso de miles de millones de guaraníes al sistema financiero a través de la entrega de “vales electrónicos”, le llamo así a las tarjetas de debito que sólo pueden ser utilizadas en los comercios vinculados al sistema bancario y subsistemas financieros subordinados que se reservan arbitrariamente el derecho a determinar sus tarifas transaccionales, tasas de cambio (pues incluso pagan en moneda extranjera) y, por supuesto, los precios, los que se abultaron siguiendo las directrices de la “mano invisible” del mercado  -la que resultó no ser de Adam Smith sino que del pirata Morgan. Pues bien, esa normalidad no será añorada por muchos, ¡sólo la echarán de menos quienes se aprovecharon de la ocasión de lucrar con el riesgo de muerte de todo su pueblo y ven eso como normal! 

La normalidad de uno es la calamidad del otro. Esto es perceptible en los alegatos que hacen, por un lado, los terratenientes que añoran volver a los tiempos en que los beneficios entraban en tropas sobre las patas de sus miles de cabezas de ganado. Esos terratenientes que obtuvieron su tierra como producto de herencias injustificables, saqueos al erario nacional, negociados con dictadores, entre otras vías de enriquecimiento de dudosa legitimidad. Por otro lado, esta normalidad es percibida por los explotados y los marginalizados como un mal recuerdo, superado sólo por la calamidad del presente que viven. En el caso de los pueblos indígenas, doblemente encerrados en los predios de sus “comunidades” y aislados en la prohibición de sus culturas y saberes, sólo el hambre y la sed del presente pueden expresar la medida de la depravación que los somete a la miseria. A pesar de que, en el Paraguay, ni antes -desde la colonización europea del Siglo XVI- ni ahora -mayo del 2020- se conoce de población indígena que haya estado “bien”, que la pase bien pese a las privaciones materiales, lo que sería posible debido a su resiliencia cultural, pero que no lo es debido a la actitud racista de la población no indígena que los menosprecia como seres humanos y denosta contra su cultura.

El país de la normalidad que cambió con la pandemia, para la mayoría para mal y para júbilo de una minúscula minoría rapaz, era la del país más desigual del América del Sur, en realidad, uno de los más desiguales del Mundo. A ese país normal, en que no se hizo ni una sola compra pública incuestionable vinculada con la pandemia de COVID-19, esa normalidad en la que todo acto de funcionario (público-partidario, ya que, en términos reales, en el país impera un régimen de partido único) con seguridad se basa generalmente en una sobrefacturación, un desfalco, una estafa, en síntesis, en un robo, burdo y descarado, ni una sola adquisición se salva. Bien, de esa normalidad hay que escapar por siempre jamás.