El Norte Visto desde los Territorios

La sencillez de la situación, con nada más que hacer – y nada menos – que viajar, encontrar el camino, cuidar el vehiculo, mirar, observar, encontrar a gente desconocida, hablar, ver como se transformaba en conocida, un poco conocida, reconocida. Gente buena, sencilla, gente demasiado buena, gente abusada, creída, confiada, desconfiada. Que allí sobrevive: colonos eternamente pobres, peones pacientes, que a lo largo de los años de verse engañados, no pagados, malversados, se vuelven un poco bandidos también, pícaros, para poder sobrevivir.
Así que en pleno territorio del bandidaje.
Y con bandidaje grande y gente mala en serio, que a lo largo de los años convirtieron el territorio del Norte en tierra marcada e imbuida de injusticia y de sufrimientos invisibles pero que le pesan. A los generales comandantes del cuartel de la zona, hoy todos terratenientes, cuyos nombres se reencuentran en los catastros, se los reencuentra como “colonos” que fueron beneficiados con lotes de 4.000, 5.000 hectáreas, y más, mucho más en el caso de algunos de mucho poder.
El general tal viene a veces con su esposa, en Semana Santa. Su hijo parece que no se interesa. Mientras, sus pocas vacas mal cuidadas devastaron el lote de monte virgen en orillas del Parque Nacional, ocasionaron aquella devastación que caracteriza la presencia muda, pasiva y tonta de animales que solo viven para ser carne; pisadas, monte aplastado, aguadas sucias, cagadas. El general no quiso gastar en alambrado, así que las vacas las largó al monte. Tampoco quiso gastar mucho en el pago de su capataz, quién nos recibe con una amabilidad y hospitalidad grande pero ambigua, aparentemente sin limites frente a los desconocidos visitantes que pueden ser amigos pero también pueden ser patrones, mejor nomás cuidarse y pídanme cualquier cosa, y no tengo ningún problema.
Otra devastación es la de la región del cuartel. Antaño zona central de un territorio de gente originaria, con una de las preciadas lagunas que jamás se secaba , con una aldea que una vez albergaba a todos los grupos locales, del Norte y del Sur, bajo el liderazgo de un cacique que daba el nombre a todo lo que existía, hoy esa zona está en manos militares y se encuentra marcadamente deshumanizada, manejada por gente sin hogar, ocupantes pasajeros, lugartenientes oficiales y detentores anónimos del poder de la sociedad que aquí arrancó el lugar y el territorio a sus habitantes originarios y se instaló con la orden y el pretexto de defender una patria, una patria de otra parte.
El viaje, sencillo. En las noches, antes del anochecer acampábamos en la vera del camino en el cual nos encontrábamos yendo al Norte o al Sur, en una de las rutas que llevan números, línea 3, línea 22, en medio de la nada que solo es la nada para los que no pertenecemos a esas tierras, en verdad es un todo, un mundo que era el todo de la gente que aquí pertenecía y sigue perteneciendo.
Dos ancianos que viajaron con nosotros habían nacido en aquel otro mundo y ahora eran sus testigos, y tenían las llaves para acceder al territorio real, a todo lo que allí había. En los caminos, en las paradas reconocían lugares, los llamaban por su nombre, veían cauces de agua limpia y vital que a los ojos de los blancos solo son canales secos, sentían los caminos del ir y venir, sentían en tal dirección la aldea tal, donde las mujeres esperaban con los viejos y los niños, mientras los hombres emprendían el camino hacia las salinas ya no tan lejanas, para volver con la sal preciada.
Oidide, uno de los ancianos, en el viaje no habló casi. Recién a la vuelta, ya en nuestra casa, el día después de llegar, hizo un pequeño resumen de lo vivido. Habló no de lo observado ni constatado, sino de lo sentido. Dijo que se había conmovido en aquellos lugares del Norte, donde el había andado, con su grupo y con su padre y su madre. Que ellos habían venido de los territorios más hacia el oeste, y que su padre había muerto cerca del cuartel.
El otro anciano, Jonoine, en alguna parada se puso a recorrer en un radio de cincuenta metros el lugar, iba y venía, tocaba algunos árboles, pasaba su mano por la corteza, veía agujeros de miel y marcas de antes, decía algún nombre, alguna aldea cercana, algún acontecimiento ocurrido cuando ese mundo vivía cada día y cada noche, y no solo como ahora por el instante de la presencia de dos de sus antiguos habitantes que le llaman por su nombre, y tocan con sus manos, miradas y palabras los órganos y las partes de ese cuerpo dormido que ahora peligra quedarse dormido por siempre.
Porque la nueva gente que le vino encima no sabe sus nombres ni sus caminos, le imponen nuevos y ajenos, sin mucho cuidado y sin sentir nada, ropa ajena, ropa fuera de medida y de lugar, trajes que convierten al Norte, antaño majestuoso, digno, virgen, fuerte, en paisaje harapiento, empobrecido, abusado, privado de dignidad.
Jonoine estaba sentado en la orilla del camino. Estábamos esperando la otra camioneta que se había quedado hablando con un poblador muy conocedor de la zona. Soplaba un viento Norte inclemente, caluroso, todo era polvo en el aire, y Jonoine hablaba y hablaba, a veces apuntando con su cabeza o su mentón, hacia allí o allá, y yo le escuchaba y escuchaba y solo después de unos minutos me di cuenta que le escuchaba sin entender, hablaba en su idioma propio, su frente arrugada, sus ojos vivaces y yo no pude saber si tristes, y su voz pequeña, y me daba cuenta que su hablar hacia vivir ese lugar, le hacía vivir incluso si nadie le escuchaba.
Cómo necesitan esos lugares a alguien quién vuelve y viene a decirlos…
Las noches. Los ancianos juntaban leña – saben lo que quema bien, lo que ilumina, lo que da calor – y nosotros preparábamos una comida sencilla, colgando una olla sobre el fuego. Nos cuidaban los ancianos. Cuando me iba al baño no muy lejos, me seguían con la mirada, atentos a dónde iba, sabiendo que por allí rondaba algún tigre cuyos gritos y cuyo andar sigiloso habían percibido. Estaban atentos también al grito de los pájaros, no es el vuelo que les da los mensajes, son los gritos. Una madrugada, el grito indicaba que hacia el Noreste estaba un grupo de gente en el monte, no cerca, tampoco lejos…
Luego, íbamos a dormir, nosotros en las carpas, Jonoine afuera, bajo su mosquitero rojo, al lado de su fogata propia, grande.
La noche grande no era sencilla. En verdad, encima nuestro, noche tras noche, amanecía un firmamento, un cielo lleno de vida propia y ajena, lejana, un cielo complejo en su estructura, inentendible, otro territorio más grande, esta vez el nuestro de todos, de los blancos y de los Ayoreo. Un territorio del cual formábamos parte en todo momento, pero sin saber ni dónde ni cómo se daba eso, solo sabiendo que éramos parte de la vía láctea que veíamos “allá”, fuera de nosotros, o de una galaxia cuyo conjunto no alcanzábamos ver. Aparentemente éramos el centro, estábamos en nuestro centro, pero en realidad girábamos alrededor de otros, y esos otros alrededor de otros, en grandes grupos locales, cada uno con su territorio celestial y su centro pero que siempre se desplaza, en auténtica manera nómada, nunca queda en el mismo lugar, tan poco como nosotros con nuestros campamentos y migraciones en búsqueda de vestigios de los territorios que hacen a nuestro cuerpo dormido y cuyo despertar necesitamos para vivir de nuevo, para vivir el futuro.
Benno Glauser